A finales de Septiembre viajamos a Málaga, donde me gusta pasar estos días, cerca de El Palo, para recorrer de noche calles ajazminadas, tras haber saboreado todo el sol de la jornada, varios espetos de sardinas, unos jurelitos, una breca al humo y diez o doce cubalibres, en la playa; me gusta la prodigiosa arquitectura de sus casas anacrónicas, y la exhuberante pujanza de la vegetación, pues en tal clima helechos que en el resto de la península (¿y del mundo?) no pasan de medio metro allí se elevan hasta el segundo piso de cualquier casa, y la ciudad, de acacias prodigiosas, plumarias y palmeras, parece un jardín prehistórico, un vivero de vegetación cámbrica que alguien se ha entretenido en adornar con pensamientos rojos como la tentación y pequeñas parcelas de yerba bien cortada; jardín habitado por niños que surcan en estelas las calles a bordo de innumerables motocicletas y niñas que caminan hacia la playa con tal gracia que el aire se aparta antes de que ellas tengan que cortarlo. Llevé a Mini a la estación de tren en un macuto, y no la solté, una vez seguros en nuestra cabina privada, hasta que me prometió regalar mis oídos todas las noches de las vacaciones con alguna de sus exóticas canciones de resonancias napolitanas. La liberé de su prisión y se apresuró a reconocer el terreno, subiendo al sofá cama y explorando todos los rincones del habitáculo, para acabar eligiendo un lugar privilegiado junto a la ventanilla. «Poco vas a ver de noche, Mini», dije; «qué va», contestó, «las estrellas, los pueblos iluminados, y las estaciones fantasma, que de noche reviven», y efectivamente pasó todo el viaje con la nariz pegada al vidrio -así la dejé cuando fui al bar a beber todas las cervezas templadas que pude leyendo a Cioran. La casa, en Málaga, tenía patio ajardinado inaccesible a la curiosidad de los vecinos, y allí ella pudo tomar el sol a sus anchas, tendida sobre un par de esponjas que dispusimos en el jardín de chinos -de piedrecillas, no es que fuera un jardín oriental. Desnuda como un pez, pasaba las horas tostándose con dedicación y parsimonia propias de la guiri más guiri, y sólo interrumpía sus sesiones para ocultarse en la casa, fuera del alcance de los gatos, mientras yo bajaba a la playa para traer dos buenos espetos de sardinas: una sóla era como un besugo para mi amiga, que de todas formas la devoraba chupándose los dedos y relamiendo la piel tostada rociada con limón. Después dormíamos una larga siesta, restregándonos contra las sábanas fresquitas, y profundizábamos en los más insólitos aspectos y nunca vistas posturas de la pereza. De noche, tras regar el jardín, me sentaba al aire libre a fumar despreocupadamente y beber Quitapenas: ella se acomodaba sobre mis piernas y me pedía que le recorriera la espalda con el extremo de uno de los jazmines que crecían enredados a la cancela; de espaldas a la luz de la luna su piel bronceada era un relámpago que yo interrumpía con el extremo del tallo, provocando estelas de escalofríos, trazando líneas desde sus tobillos a la nuca, recorriendo los gemelos y demorándome allí donde prefería. Al ver su bonita figura no era raro que terminara por afinar el sentido de estas caricias, entreteniéndome sobre las medias lunas al final de su espalda: ella, notando que el recorrido del instrumento no era ya casual, buscaba también su diversión y se arqueaba, ondulando como una culebra, ayudando al trébol blanco a encontrar los puntos de su querencia, donde parte del tallo se hundía. Finalmente, rompía su tensión en acompasadas olas cuya espuma eran suspiros (y entonces el negro intenso de su pelo parecía brillar con luz propia), y el jazmín quedaba como testigo inerte de su placer hasta que un movimiento, perdida el ancla, le hacía caer.

 

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