Volvía yo a mi casa cierta noche, bastante cocido, por cierto, cuando escuché, indefinidamente, en el largo pasillo que lleva hasta la puerta de mi apartamento (pasillo en el que la luz va disminuyendo gradualmente hasta alcanzar la cuasi tiniebla total en su extremo, donde yo vivo), un ligero sollozo claramente humano, pero de rasgos extraños, muy agudo, entrecortado, un gemido lastimoso que, además, iba en aumento paralelo a la oscuridad y la proximidad a mi puerta, junto a la cual distinguí la bolsa de basura que el portero había olvidado recoger, o yo había sacado demasiado tarde, pero que de hecho era la única en toda la planta. Cuando me disponía a introducir la llave en la cerradura el lamento se dejó sentir más cerca que nunca, muy débil, pero inequívocamente situado en algún lugar al alcance de mi mano, como si alguien hiciera sonar una campanilla de cristal a diez centímetros de mi oído, y me intrigó el llanto ilocalizable; pensé que quizás alguien hubiera abandonado un gato recién nacido junto a mi puerta, pero enseguida rechacé esta posibilidad, puesto que los gatos emiten un quejido mucho más desgarrado, que aunque es casi humano se parece más al llanto de un bebé que a los sollozos hipados que procedían, aproximadamente, de mi bolsa de basura. Con el mechero me alumbré, y retiré la bolsa del rincón: puedo asegurar que si entonces no sufrí un colapso cardiaco nunca moriré por esta causa: sentí como si hubieran vaciado una bolsa de hielo en mi cerebro, y el tiempo se detuvo durante un lapso impreciso, aunque no debió ser extenso; mi facultad de razonar experimentó un terror animal y una fascinación abismal, simultáneamente, y de ambos me rescató la llama del mechero, que quemó mi dedo, obligándome a soltarlo. En la oscuridad mi pánico aumentó, en la medida en que ahora conocía su causa, y en un puro temblor incontrolable tanteé la zona del suelo donde debía haber caído el encendedor, con la secreta esperanza de que al hacer la luz hubiera desaparecido lo que había visto, y pudiera achacar la escena a las primeras consecuencias de mi aficción al ron, que tarde o temprano tenían que hacerse notar, aunque no era buen presagio para esta hipótesis relativamente tranquilizadora el hecho de que en los seis o siete segundos que tardé en recuperar la candela siguiera escuchando los sollozos lastimeros que me habían movido a curiosear. Tras prender la llama de nuevo mi visión se confirmó y mi terror renació, aunque ya superada la fase de paralización absoluta: sobre una baldosa, sentada contra el rincón, con la cara oculta entre sus manos, una mujer del tamaño de una cocacola lloraba desconsoladamente, ajena a mi presencia, profundamente desgraciada. Algo tenía que hacer; no podía entrar en casa y acostarme como si tal cosa, así que le pregunté, con un hilo de voz, «señorita, ¿puedo ayudarla en algo?», a lo cual, tras cinco segundos de sollozos, levantó lentamente la cara, dejándome ver un rostro precioso humedecido por el llanto, orlado por una cabellera negra azabache, en el que dos ojos verdes que parecían diminutas estrellas enrojecidas me miraban, y finalmente dijo, con voz finísima: «¿podría darme un vaso de agua?», y entonces me quemé de nuevo, y el mechero casi le da en la cabeza, lo cual le hubiera supuesto una muerte cierta, y horrible, pues se trataba de un armatoste de gasolina pesado como el plomo; me disculpé apresuradamente, al tiempo que le respondía que en cuanto pudiera sacar las llaves y acertar con la cerradura le daría agua fresca. El llavero me temblaba como una lámpara de araña en un terremoto, pero por tacto y costumbre pude por fin abrir la puerta y accionar el interruptor del recibidor, que derramó su luz sobre nosotros dos. «Por favor, pase», dije a la desconsolada criatura, que se incorporó aún con leves convulsiones de llanto; «gracias», respondió, y entró. Encendí todas las luces y la conduje al salón, donde quedó de pie junto a un puf que la doblaba en altura; yo no podía apartar los ojos de ella, ni dejar de asombrarme por la bella proporción de su figura, hasta que recordé que le había prometido agua, y fui a la nevera. Busqué en los armarios de la cocina algún recipiente adecuado para la situación, y no lo hallé, así que utilicé un plato de postre, que le llevé, excusándome por no disponer de nada más adecuado, pero cómo hubiera podido yo pensar… Sonrió levemente, durante una décima de segundo, y me aseguró que agradecía mis atenciones, para después arrodillarse graciosamente junto al plato y llevar a sus labios, en sus manos, un trago no mayor de doce gotas. «¿Tiene hambre?», pregunté cuando hubo terminado de beber, y frunció la boca en un mohín arrebatador, como de niña que se obstina en no comer por enfado aunque se muere por un pedazo de chocolate, de lo cual deduje que no le vendría nada mal un bocado, y volví a la cocina para disponer en otro plato, el más pequeño de mi juego de café, un poco de jamón de york, algunas migas de pan, y pedacitos de fruta cortada en tacos. Cuando volví con los alimentos ella estaba sentada junto al plato primero, con los brazos cruzados sobre las rodillas, como una moderna ninfa descansando junto a su estanque; vestía pantalones de cuero y chaquetilla del mismo material, bajo la cual se entreveía una camiseta blanca con una confusa inscripción. Parecía haber recobrado un tanto la calma, y agradeció la cena con una segunda sonrisa, más amplia y duradera, tras la cual dió buena cuenta de todo lo que había en el menú, que hube de reponer hasta tres veces. «¿Tiene un espejo? Debo estar horrible», dijo después, y traje el mío de afeitar: al verse, hundió de nuevo el rostro entre sus manos, y comenzó a gemir otra vez, al tiempo que repetía lastimosamente «estoy horrible, horrible…» La consolé como mejor pude, asegurándole que estaba muy guapa, y me ví enzarzado en una argumentación muy convincente sobre el efecto de las lágrimas en la belleza de las mujeres, y por segunda vez sentí una oleada de pánico, esta vez al verme hablando con toda naturalidad con una mujer de quince centímetros de altura, a las cuatro y media de la madrugada, en mi casa. Finalmente, se secó las lágrimas con el dorso de la mano y se alejó del espejo, para tumbarse sobre la moqueta, haciéndose un ovillo, que latía al compás de su esporádico llanto, aunque cada vez con más calma, adquiriendo un sencillo ritmo de respiración profunda que me hizo comprender, tras permanecer en pie, a dos pasos (de los míos) de distancia, más de quince minutos, sin pestañear, que se había dormido, cosa que nunca podría hacer yo en el transcurso de la noche, y no sabía si en muchas noches futuras.

 

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