Mini, 30: El Final
Desperté, y en la nebulosa oscuridad de la habitación percibí una extraña densidad que no había notado en los últimos meses: transportaba un silencio demasiado hondo, que advertí al instante pero no valoré, dedicándome a recordar momentos estelares del día y de la noche pasados. Sin embargo, la sospechosa atmósfera de la habitación, transcurridos unos minutos, comenzó a alterar mi estado de ánimo, inoculándole un malestar indefinido que nada tenía que ver con la bocapastosis ordinaria, la voladura descontrolada de mi sistema nervioso cerebral o el agujero insondable en el estómago normalmente asociados a la post-noche de excesos. Como remedio, busqué en la cama a Mini y Ana Laura, a tientas, y no las hallé; abrí los ojos y comprobé por el reloj que debían haber recuperado su tamaño miniatura; me calmé considerando muy posible que ambas estuvieran viendo la tele o charlando junto a sus respectivos chalets, en el salón, así que conseguí levantarme e intenté confirmar esta hipótesis. Fracaso: ¿jugarían al escondite, estarían embromándome de mala manera? La respiración me traicionaba, angustiado por no encontrarlas; las llamé primero con voz de aparente tranquilidad y luego a gritos; las busqué en el armarito de la limpieza, tras la lavadora e incluso en el microondas, que de todo eran capaces, y nada: parecían haberse esfumado. Fui a sus casitas, y escudriñé el interior: tampoco. Pero en la puerta del Chalet Riviera encontré un pedazo de papel, que tomé ansiosamente y, esforzándome, leí: «Tenemos que irnos. Hasta pronto». ¡Así, sin más explicaciones ni más rastro de su presencia que esta minúscula caligrafía se despedían! Me sentí patético arrodillado junto a las casas de muñecas; el horror de comprender que todo podía haber sido un delirio me revolvió el estómago, y vomité en el cuarto de baño. Después -como si la historia fuera un virus cuyos efectos sólo ahora comenzara a sufrir- alguien más, furioso hasta el extremo, creció en el interior de mis pulmones, expandiéndose por mis tejidos, y me sentí serpiente que cambia la piel: mi vieja cara en el espejo me pareció arrugarse para dejar su lugar a otra expresión y otros rasgos cuya nota dominante era un cabreo esencial, concentrado, apocalíptico: ellas habían cambiado mi vida, que ahora giraba en torno a su compañía, y con tal escueta nota se atrevían a desaparecer: esto no lo podía sufrir. Quise acabar con todo, pero fundamentalmente conmigo, que una vez más había escuchado y seguido cantos de sirena, abandonando el conveniente camino del egoísmo sin paliativos: comprendí que me había enamorado irremisiblemente, y que no tenía la mínima pista para intentar reencontrarlas, y rompí el espejo de un puñetazo, y comencé a llorar. ¿A dónde podrían ir, tan pequeñas? El ser furioso en quien me había transformado, ahora, tomó la iniciativa: me enfundé los zapatos, una camiseta vieja y los calcetines menos hediondos que pude entresacar del montón de ropa junto a mi cama, y me lancé a la calle, por donde caminé con la vista clavada en lo distante, espectral, sin desayunar. Quise beber, y pedí cerveza helada, y no probé siquiera los panchitos que un ceniciento camarero dispuso junto a mis jarras. Bebí hasta que las burbujas gélidas calmaron mi rabia, llevándome a un estado de semicatatonia blanquecina sobre cuyo fondo se dibujaba, cada vez más difuso, el perfil de las fugitivas; finalmente la perspectiva de olvidarlas me hizo temblar, y gané la calle como un náufrago bracea para alcanzar el aire; bajo las farolas naranjas, junto a los mil colores de los coches, las gentes y los escaparates, respiré. Mi espíritu, ahora, tras tantos y tan imprevistos vaivenes, estaba anestesiado, y mi cuerpo derivaba al azar de las cuestas arriba y abajo sin más propósito que andar ni mayor placer que estar vivo: supe que debía volver a casa, y empezar una nueva costumbre. Me detuve en un semáforo, y en el mismo momento en el que el peatoncillo verde de perfil egipcio entró en intermitencia sufrí uno de mis accesos de memoria total, el más fuerte que nunca me había tocado: mi padre cerrando el ochocientos cincuenta con el que nos llevaba al Retiro, treinta años atrás, y diciendo «¡el último en el merendero, tonto!», para después enzarzarse en carrera conmigo y mis tres hermanos, y no puedo explicar nada más, aunque sí contar que fue un agudo sonido de claxon, un destello brutal, un dolor general que no parecía afectarme, y ulular de sirenas, murmullos, vaivenes; una voz que decía «está muerto», y la oscuridad, y un largo túnel que recorrí buscando refugio, durante horas quizás, hasta que algo parecido al sol irrumpió sobre mí, súbitamente, y alzando la vista encontré a una mujer siete o nueve veces mayor que yo, que sostenía en la mano el trozo de periódico bajo el que me había escondido y me miraba con grandes y sensibles ojos negros, dilatados por el asombro. Oí su voz, amistosa, preguntarme «¿qué te pasa?».
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