Mini, 26: La Vecina
En general, mis aventuras por el mundo exterior no les gustaban demasiado a las miniaturas; no era extraño que tras alguna de ellas el ambiente se enrareciera, favoreciendo alucinógenas peleas domésticas. Por ejemplo, decían que «alguien» (¡y subrayaban este «alguien», «no quiero señalar», como si fuera posible que aludieran a otra persona distinta de mí!) había utilizado el agua de su piscina para lavarse los pies, o que les molestaba el humo de mis cigarrillos; también discutían entre ellas por la posición de las hamacas ante la ventana, o por un traje nuevo del que sólo quedaba un ejemplar en la juguetería; los tres al unísono reñíamos por la cadena de televisión que cada cual quería ver, y que rara vez coincidía: en estas diferencias se percibía incluso un simple matiz de insidia, de llevar la contraria por fastidiar; yo, por último, las regañaba por ser muy desordenadas y comodonas. Mini parecía haber pervertido gradualmente a Ana Laura, que ahora prefería cotillear con su amiga o perder el tiempo en cualquier posición perezosa antes que proseguir con sus estudios librescos. La pelea máxima llegó cuando anuncié que iba a colocarles unos cascabeles para evitar pisarlas, porque ya estaba harto de andar por mi casa como si hubiera cristales en el suelo, y de no poder sentarme en mi sofá a ver el fútbol sin tomar antes la precaución de hurgar entre los pliegues del cojín: se cabrearon tanto con esto de los cascabeles que me retiraron la palabra durante diez días, excepto para los trámites cotidianos de alimentación y similares. Me asombraba su audacia desafiante, dependiendo como dependían de mí para su simple supervivencia, por no hablar del daño que podía causarles con un papirotazo, pero acabé por convencerme de que yo dependía de ellas tanto o más, pues en los últimos meses mi mundo se había ido cerrando de tal forma en torno suyo que ahora eran mi verdadera conexión con la realidad, por fantástico que esto suene. Esto les daba un extraño poder que les permitía chulearme y hacerme el vacío, mientras conversaban animadamente en la puerta de sus chalets, sobre la moqueta. Pero para cabezotas, yo, así que las dejaba cotillear en el salón y me iba al dormitorio, a tumbarme en la cama para leer y escuchar la radio. En una de estas advertí que alguien había alquilado el apartamento de al lado, pues una tarde oí rumor de voces -el tabique era increíblemente fino, más una membrana opaca que un muro- y poco después una tele al otro lado. Las voces eran de mujer, como seguramente también las bragas rojas que aparecieron al día siguiente colgadas en el tendedero contiguo, a juego con un sujetador del mismo color y textura, conjunto que descubrí cuando me disponía a colgar mi colada. Me gustó este detalle exótico, y trabé cierta incorpórea complicidad con mi vecina, sentimiento que creció cuando, al poco, mientras leía Crimen y Castigo, solo en el dormitorio, con las puertas de comunicación con el salón bien cerradas para que no me molestara el volumen de la tele (que de todas formas Mini y Ana Laura procuraban elevar hasta lo insorportable, sobre todo en los concursos histéricos, que sabían que me repateaban) al otro lado del tabique escuché un ñiquiñiqui de muelles a ritmo sospechoso, y poco después un inicio de suspiro en vocal abierta; quedé con el libro sobre el pecho, atónito, mientras el suspiro se transformaba en jadeo y, por fin, en climático lamento, tan claro que parecía que tenía a la chica allí mismo, a los pies de mi cama. Sonreí indolentemente, y proseguí mi lectura, sin dar mayor importancia al asunto que el de subir a mi vecina dos puntos en mi clasificación de aprecios. Bien: no habían pasado ni diez minutos cuando un nuevo gemido se dejó oír, en la misma escala ascendente y con idéntico acopañamiento de somier y muelles, y, claro, también culminado en serie descendente una vez que alcanzó el máximo nivel de frecuencia: aquello endureció mi imaginación y algo más, sobre todo cuando caí en la cuenta de que, en ambas sesiones, faltaba algo: la voz paralela: mi vecina se lo hacía sola. Entonces, ¿para quién las bragas rojas? Al día siguiente fui yo quien, harto de la indiferencia de las dos marujitas que se habían instalado en mi salón, decidí montármelo por mi cuenta: eché el pestillo, me desnudé, hojeé una revista que había conseguido salvar de la rapiña investigadora de Mini, y me subí en el tiovivo a ritmo de zambomba y también de los muelles de mi cama, que tampoco eran mancos: atención: al otro lado del tabique, como un eco, respondió otro crujido, y a mi respiración agitada el gemido que ya me era familiar. Me detuve, asombrado: ¡sí, sin duda, me estaba acompañando! Seguro de ello, me apliqué de nuevo, y poco después ambos alcanzamos el descorche simultáneamente, formando con nuestras exclamaciones un bizarro coro perfectamente afinado a ambos lados de los ladrillos. ¿Cómo podía conocer a mi amante sonora? Pesentarme en su puerta me parecía implanteable: no podía llamar al timbre y decir «hola, soy su vecino, acabamos de corrernos a la vez», y sin embargo estaba seguro de que en la curiosa simultaneidad había una señal, una posiblidad de aventura que se me ofrecía, además, como dulce venganza contra mis amigas. Sólo tenía un medio de comunicación con ella: el tendedero. Colgué unos calzoncillos azules en la zona de la cuerda más próxima a su ventana, y cerré la hoja de cristal haciendo bastante ruido, esperando que captara mi mensaje: en efecto, a los pocos minutos oí su persiana. Cuando me asomé ya se había retirado, después de colgar algo que brillaba extrañamente y que no parecía en absoluto una prenda íntima: tuve que acercarme para identificar al objeto en cuestión: ¡unas tijeras! Sentí un agudo dolor en las ingles, y un revolcón de estómago; y regresé al salón, donde mis amigas veían distraídamente su culebrón favorito, sentadas en mi sofá como en un trono enorme, llenándolo de migas de las galletas que mordisqueaban; y les pedí que me hicieran un sitio. Enseguida se apartaron cada una a un lado para dejarme el lugar central, donde caí sintiéndome a salvo, contento aún más cuando treparon sobre mis piernas para acomodarse a caballo cada una en uno de mis muslos, mientras no dejaban de mordisquear galletas.
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