Pasamos tres breves días en Estambul, lugar mítico que aún convence y demuestra por qué fue capaz de disputar a Roma la capitalidad mundial durante largos siglos.

Es Noviembre. El primer día de nuestro viaje nos deja aún un atardecer fantástico en la «explanada de las mezquitas» – el parque que separa los 500 escasos metros entre Santa Sofía y la Mezquita Azul. Las dos se miran con algo de desafío y mucho respeto. Santa Sofía es la más sabia, la que fue Basílica central de la cristiandad, ombligo del mundo, eje de la fé y vórtice espiritual del poder temporal de quien controlaba el paso de mercancías por el estrecho del Bósforo (pues esta clave comercial es el origen de la prosperidad de Constantinopla; uno supone fácilmente que desde la Mezquita se pudiera cañonear sin problemas a los barcos que intentaran esquivar el pago de peaje).

Santa Sofía es roja, y muestra en sus paredes estucadas el paso del tiempo y la falta de cuidados que sí se dedican a su rival, la Mezquita Azul. Hay que decir que ésta es más bella arquitectónicamente; es uno de esos edificios en el mundo -como el Taj Mahal- que inspira una clara sensación de asombro por su gracia y proporciones. Las cúpulas se encaraman unas en otras como burbujas, mientras los seis minaretes se elevan como lanzas directas hacia el cielo, punzantes y veloces. Desde cualquier distancia, al contraluz, o rivalizando con las fuentes de los parques vecinos, el exterior de la Mezquita Azul sobrecoge. Y no menos el interior. Allí la apariencia de desorden se resuelve en un amplísimo espacio abierto que parece no tener fin ni hacia el techo ni hacia los laterales. Bajo sus inmensas lámparas los fieles y los turistas se mezclan, unos movidos por sus rituales de fé y otros admirados por la grandeza de la construcción y sus múltiples aciertos. Aún así, al volver al exterior y de nuevo contemplar Santa Sofía en el otro extremo, se duda si no termina resultando ganadora de este desafío de civilizaciones la vieja Basílica, más torpona, más mazacota, pero dueña de un extraño poder durmiente y superior en sus siglos de ventaja, en su veteranía de siglos.

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