Esta crónica es de Julio de 2006. A la luz de los acontecimientos posteriores, la obra reseñada adquiere un tinte profético y de «fin du siecle» que casi dan miedo.

Leemos «Yo y tú, objetos de lujo», un librito en el que Vicente Verdú ilumina con frases precisas y análisis bien documentados el comportamiento social en los primeros años del Siglo XXI.

Hay incluso momentos en los que el estilo conciso y afilado, la ironía violenta y desenfadada, nos parecen los de un Cioran que hubiera dejado de pasear por el París de los años setenta y leer a Dostoievsky para trasladarse a Manhattan o Tokyo y hojear el Vogue mientras desatiende con displicencia los miles de mensajes publicitarios que le bombardean:

La tragedia o el drama requieren alguna profundidad, pero nuestro tiempo,enemigo de lo trágico, incompatible con lo histórico, es eminentemente presencial y superficial.

Yo y Tú, Objetos de Lujo

Portada de «Yo y Tú, Objetos de Lujo»

Al decir que este libro es una buena lectura para el transporte público no lo estoy trivializando, ni mucho menos; antes al contrario, el escenario de la ciudad a través de una ventana de autobús o la convivencia forzada del vagón de metro pueden ilustrar a la perfección muchos de sus pasajes.

La teoría fundamental de Verdú (no es importante si es original suya o se debe a otros sociólogos anteriores) es que hemos entrado en una fase histórica denominada capitalismo de ficción, en la que los actos de consumo y el flujo general de la economía ya no sirven (o sólo en pequeña proporción) a las funciones primarias de asegurar techo, alimento, vestido y bienes básicos. No: la gran mayoría de nuestros actos de consumo están destinados al mantenimiento de una doble ficción, social e individual, que nos hace creer en una identidad propia, exclusiva e irrepetible, enmarcada en un ámbito gregario que la reconoce, la admira y le sirve de espejo.

Cualquiera que haya dedicado recientemente un sábado por la mañana a pasear por alguno de los cientos de centros comerciales impolutos y musicalizados que abarrotan la geografía urbana española, sabe lo que es esta sensación de irrealidad, de pura ficción. Uno piensa que un grito demasiado fuerte o un golpe violento bastaría para desmontar el espectáculo de la civilización compradora, y entonces todo el mundo dejaría sus carritos de la compra en cualquier parte para correr despavoridos en busca de sus coches seminuevos en un parking oscurecido por el apagón. (Precisamente de esto tratan el terrorismo, y algunas de las pelis de Alex de la Iglesia: de lo aparentemente fácil que es rasgar la tramoya de nuestros sábados y domingos, en el segundo caso, y de intentar reventar de una vez por todas la ficción occidental con dosis de horror insuperables. Pero -aunque ficticio- el edificio del capitalismo actual es demasiado sólido, y la destrucción parcial de alguna de sus dependencias no afecta a su estructura central; todo lo más exige la entrada en escena de profesionales de la sanidad, psicólogos y periodistas, que asimilan la crisis, curan a los heridos y construyen emotivos homenajes sociales para los muertos).

Por esto nuestra época es tan propensa a las burbujas, ya sean inmobiliarias, tecnológicas o bursátiles. La naturaleza esencialmente ficticia de nuestra estructura social y económica hace relativamente fácil el susto colectivo, la escapada en masa, y así estalla en el aire la ilusión de prosperidad sectorial que nos llevaba flotando de aquí para allá. Más que nunca antes, hoy el precio de las cosas es ni más ni menos lo que alguien está dispuesto a pagar por ello; si dividiéramos un precio final en costes de materia prima, de producción, de distribución y de contribución al sostenimiento de la identidad, seguramente el último tramo duplicaría o triplicaría el peso de los otros tres juntos. Por eso la misma cazadora «North Face» -exactamente la misma- vale 15 dólares en Hanoi y 250 en Madrid. La diferencia no se explica por el coste del transporte, sino porque en Madrid hay mucha gente que cree que ese es su precio real, y aunque sospeche que está muy por encima del coste de producción paga con gusto una diferencia que confirma por una parte su estatus social y por otra parte la propia capacidad para gastar alegremente dinero de más. ¿A quién le importa el ahorro? Gasto, luego existo.

El capitalismo de ficción es el único dueño de la escena social tres décadas después de la caída del Muro de Berlín -que mostró al mundo, a su vez, la cruel ficción en la que los dictadores de Europa del Este se habían empeñado en sepultar a sus ciudadanos -y ésta si que cayó como una torre mal fundada, estrepitosamente, y en muy pocos días, a pesar de la propaganda histórica que auguraba nuevas eras para una humanidad marxista y el inminente fin del capitalismo corrupto y agotado -ha sido exactamente al revés!

Sin enemigos -salvo los que quieren golpear a través del terror en la base misma de la ilusión o ficción social- la sociedad de consumo ha evolucionado para integrar en sus mecanismos las diferentes sensibilidades de sus nuevos integrantes, y así la mujer y lo femenino ganan ahora un protagonismo incontestable; también lo ecológico, la conciencia social, el caritarismo, las ONGs, el voluntariado, son apéndices renovadores y purificadores de una sociedad próspera que necesita al fin y al cabo contactar con los peligros exteriores para asegurarse nuevas emociones y explorar territorios incógnitos. Pero todo acaba integrado en la ficción. Padres demasiado ocupados en viajar para engendrar hijos terminan por adoptarlos tras un año y medio de trámites internacionales y un desembolso razonable, y los turistas que toman el sol en las playas canarias sacan de sus neveras portátiles el refresco que se reservaban para dárselo a un inmigrante senegalés que acaba de llegar a la costa en cayuco.

La teoría del «personismo» de Verdú es quizás demasiado compleja y efímera, pero así es nuestra época. En el centro del esquema social se sitúa a la «persona», que gasta dinero, que busca su identidad, que necesita creer que no es cómplice de los desastres del mundo, que evoluciona en sus amores y afectos hacia una polivalencia relacional marcada también por Internet, los chats y los e-mails. Vicente Verdú cuenta más o menos todo esto con un estilo fragmentario, gracioso y chispeante; sus ideas son más parecidas a spots que a un programa; él sabe que intentar llegar de otra manera -a través de una tesis profunda y un discurso lineal- a las masas lectoras de nuestro tiempo es tarea inútil. La verdad es que sería interesante ver a mucha gente leyendo «Yo y tú, objetos de lujo» en el metro, y que el libro llegara a ser un best-seller. A pesar de exponer con claridad las motivaciones básicas del comportamiento social y consumista, a pesar de mostrar hasta qué punto es ficticia la vida nuestra de cada día, todo seguiría igual. Por varias razones. En primer lugar, porque nos gusta. En segundo, porque seguimos siendo capaces de tomar decisiones. Y en tercero y no menos importante porque la ficción, aunque irreal, es demasiado fuerte.

«Yo y tú, objetos de lujo», de Vicente Verdú, publicado por Editorial Debate, colección Arena Abierta, en Noviembre de 2005.

 

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