La Tristeza de Pompeya
No sé cuántos viajeros han tenido la suerte de ver en el mismo año Las Vegas, Pompeya y Angkor. Estas tres visitas dan a un europeo una intensa sensación de modernidad, clasicismo y poesía, respectivamente. Las Vegas nos muestra en las luces doradas y el brillo descarado de sus reclamos lo que fue el siglo XX; Angkor nos insinúa en sus perspectivas imposibles y el diálogo improvisado entre naturaleza y obra humana lo que significan el poder y la gloria; y Pompeya quiere sugerirnos un traslado inmediato desde el presente a las calles y a la cotidianeidad humana de hace veinte siglos, y en territorio europeo (valga decir: al pueblo de nuestros abuelos).
En Las Vegas nos hundimos hasta los codos en el fango brillante de todo lo que el dinero puede comprar, y nos asombramos de lo mucho que puede construírse recaudando impuestos sobre los sueños y la fé en el azar de millones de jugadores. Las ruinas de Angkor nos plantean enigmáticas preguntas a cada vuelta de esquina. ¿Qué significan las sonrisas misteriosas de sus estatuas, o los relieves hiperdetallados de sus frisos? ¿Y qué nos transmite Pompeya? Tristeza. La tristeza del abandono en el que las autoridades responsables de su mantenimiento y cuidado la tienen dejada.
Pasear por las ruinas de Pompeya deja un sabor agridulce -más agrio que dulce- al comparar mentalmente lo que podría ser y lo que es. El trabajo arqueológico realizado en ciento cincuenta años es, desde luego, fabuloso. Pero al fin y al cabo se han limitado a cavar bajo la espuma volcánica, y ver qué aparecía. No hay en la visita a Pompeya nada que admirar distinto a la propia excavación. Quizás sea por haber visto pocas semanas atrás el Caesar’s Palace casino: uno tiene sensación más intensa de contacto con la cultura clásica romana en los pasillos del mítico hotel de Las Vegas que en las ruinas de Pompeya. Aquí se nos dice que había un lupanar donde los comerciantes explayaban su lujuria mediterránea, y se nos muestran pinturas eróticas con lastimosa pretensión pedagógica: sí, los abuelos también follaban y eran libidinosos, cuando fueron jóvenes. ¿Y? En Las Vegas vemos todo esto en acción: las profesionales nos guiñan desde cualquier esquina imprevista de una de las miles de barras del hotel, por no decir nada de los locales sex-show en los que, con una cerveza en la mano, podemos ver desfilar una tras otra a mujeres fantásticas prácticamente desnudas, tan simpáticas, o bien un numerito de baile con barra de éstos que salen en cualquier edpisodio de CSI.
Pompeya no tiene vida. Esto, que parece una perogrullada al hablar de un sitio arqueológico, no lo es tanto si se piensa que para disfrutar de la historia hace falta, necesariamente, conectarla con el presente. El visitante pasea por las calles de Pompeya como si visitara un pueblo abandonado: piedras, nada más, que debe interpretar con ayuda de un sucinto tríptico comprado por 15 euros en la taquilla principal. ¿Dónde estaban los baños? ¿Por qué no se rehabilitan, y se puede uno bañar en ellos? ¿Por qué no hay espectáculos de leones y cristianos en el circo, o representaciones teatrales en el foro? ¿Por qué no nos explican cómo se cocinaban los platos de época, o no nos encontramos senadores togados paseando por las calles, a su bola? ¿Por qué no abre Pompeya de noche, iluminada de antorchas, para que sintamos la excitación de entrar en el barrio del lupanar, donde nos recibiríann actrices que enseñaran el hombro desnudo? ¿No hay tascas donde podamos tomar un vino de la época, conversar en latín en un mercado donde nos hagan ver qué productos se compraban, y quién los vendía, cuánto costaban? ¿No hay una biblioteca para que veamos cómo almacenaban rollos de papiro o pergamino?
En fin, han sacado a la luz las piedras, pero no han devuelto la vida a la ciudad. Y así, no se entiende nada, no tiene sentido. El lector purista pensará que esto mismo se puede decir de cualquier visita arqueológica, y que este reproche llevaría a exigir también encontrar prehistóricos en las cuevas de Altamira cocinando un venado. Pero no es lo mismo. No, porque Pompeya es única: una ciudad entera, varias hectáreas de pasado casi intactas. Se podría dar vida a las ruinas, de forma que la experiencia de la visita fuera realmente divertida y pedagógica, sin poner en absoluto en peligro la integridad histórica-científica-arqueológica del sitio. Sobran casas donde hacer museos, actividades y pedagogía real.
Quizás algún día -hace dos mil años, más o menos- Pompeya fuese como Las Vegas. Un lugar de comercio, diversión y cachondeo. Verla reducida a calles polvorientas cuyo único mérito es haber sido desenterradas es triste.
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