Los que recordéis algo del siglo XX sabréis que el estructuralismo fue una de las ideologías filosóficas más aportadoras de innovación y solución en su segunda mitad. Roman Jakobson y Claude Levi-Strauss serán para vosotros nombres familiares.

Puede decirse del estructuralismo que es a la investigación del conocimiento lo que la digitalización a la tecnología. No es casual que sus desarrollos sean contemporáneos. Su punto de partida es interpretar la mente humana, y el conocimiento en definitiva, como tablas de cualidades o categorías que pueden manifestarse en estados activo o inactivo, positivo o negativo. También puede compararse, para mayor claridad, al juego de las preguntas, en el que hay que adivinar un animal o un personaje mediante preguntas que sólo admiten sí o no por respuesta. ¿Está vivo? Si es que sí, ya no puede ser un objeto. ¿Vuela? Ya no puede ser un mamífero. ¿Se alimenta de carroña? Ya no puede ser un mirlo. Y así sucesivamente.

Sin entrar en matices -que los puede haber, y muchos- está claro que la mente humana en gran medida funciona mediante estas clasificaciones simplificadoras para interpretar el mundo misterioso que la rodea.

Y si hay un campo en el que esta mecánica simplificadora funciona hasta la aberración, es en el de la política.

El nacimiento de la democracia conllevó desde su inicio polarizaciones simples, en forma de bipartidismo: liberales y demócratas; monárquicos y republicanos; conservadores y progresistas… Entonces Marx se dió cuenta de que estas oposiciones en realidad eran entre gente de la misma clase social; con ideologías diferentes pero con niveles sociales muy parecidos. Fue más o menos contemporáneo de la progresiva extensión de la capacidad de voto a todas las clases sociales, desarticulándose los sistemas de electores y privilegios que inicialmente reservaban el sufragio a las clases superiores. Así, el marxismo creó una nueva y desde luego revolucionaria polarización: ricos contra pobres; clases altas contra bajas; clase obrera contra patrones y oligarquías. Esta distinción, generalmente identificada hoy como «izquierdas y derechas» ha regido la política durante la segunda mitad del siglo XX.

En la primera del XXI han comenzado a aparecer nuevos ejes de polarización capaces de desbancar a los partidos instalados en la dicotomía izquierda-derecha. El partido animalista tiene casi un millón de votos en España. Su propuesta dice poco o nada de política económica y administración general del país, cosa que en buena lógica debería ser la primera y máxima preocupación de todo votante. Sobre un solo eje -la legítima lucha contra el maltrato animal- han sido capaces de atraer el voto de 900.000 españoles.

Proliferan otros ejes binarios: hombres y mujeres, sin ir más lejos, y me extraña que aún no hayan aparecido partidos que hagan del feminismo su principal argumento.

La combinación de esta dinámica simplista y binaria con el componente emocional e instintivo del votante puede producir resultados inesperados.

Un ciudadano elige cada cuatro años la opción que debe gobernar su vida nacional, municipal o autonómica. Es su única oportunidad de expresarse con capacidad de influencia real. Es su único momento de gloria.

En los últimos años comienza a manifestarse un nuevo eje potencialmente tan revolucionario como fue el marxista en su momento: racionales contra indignados. Dicho de otra forma: convencionales y «anti-sistemas».

Normalmente, los «anti-sistema» han sido radicales de izquierda, okupas, punkis y desclasados que cada cierto tiempo salen a romper escaparates y quemar contenedores.

Ahora, surgen «anti-sistemas» en todo el espectro político convencional. Es gente que por unas u otras razones está harta de todo. Puede que haya dejado de creer en la clase política por los infinitos casos de corrupción. Puede que ante la falta de perspectivas ilusionantes, ante una desagregación social egoísta, comience a echar de menos los tiempos de mano dura y autoridades sólidas. Puede, también, que su cabeza esté a punto de estallar por la permanente inoculación gaseosa de mensajes políticamente correctos y doctrina de comportamiento. Y por último, puede que íntimamente haya decidido dejar de votar con la cabeza, y hacerlo con otros órganos vitales.

El día de las elecciones, tiene derecho a la intimidad. Al secreto de voto. Entra en su cabina con varias papeletas, y por una vez se siente realmente pequeño soberano del país. Su pulgar hacia arriba o abajo le parece el de un César capaz de condenar a los leones a los políticos que ha odiado en silencio durante cuatro años. Puede hacerlo, y en muchos casos lo hará.

El auge de los populismos se explica así, mediante una combinación de nuevos ejes de opción -que desbancan largamente a las convencionales izquierdas y derechas; lo hemos visto también en el Bréxit- y una saturación emocional que impulsa al votante a utilizar su papeleta como exabrupto, venganza o, simplemente, ejercicio de suicida libertad.

La sociedad, de momento, se limita a calificar las opciones de estos votantes: les llama populistas, radicales o ultras, y se cree que con eso los neutraliza. Mi vaticinio personal es que estamos solo en el inicio de un ciclo, y que esa tremenda combinación de simplificación binaria y embriaguez emocional nos llevará, aún, a bosques y abismos de difícil exploración y salida.

Y por no terminar en lo pesimista, creo también que hay una solución preventiva: más votaciones, tanto electorales como referenda. Si en vez de cada cuatro años, el ciudadano elige a su gobierno cada año, habrá más margen para corregir errores. Y por otra parte una sociedad en la que tiene móvil el 99,6 de la población está preparada para una democracia directa a la suiza, en la que todos votemos cada fin de semana sobre cuestiones importantes (y no solo la disposición de parques y jardines). Por ejemplo, la senda de déficit, el aumento de las pensiones o las leyes de violencia de género. Sólo implicando realmente al votante en las decisiones y el rumbo del país se podrá frenar la deriva. No nos sirve un sistema electoral del siglo XIX en el XXI. Esto el ciudadano lo sabe, y es también parte de su cabreo. Llamarle «democracia», hoy, a una votación cada cuatro años es casi una broma de mal gusto. O nos implicamos todos en el gobierno y el rumbo del país mediante una participación mucho más intensa, cotidiana y real, o seguirá ocurriendo cada cuatro años que Juan Español se meterá en su cabina y votará con la desesperanza, las tripas y hasta con la bilis, si hace falta. Avisados quedáis.

 

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