Francia siempre ha sido un país proclive al alzamiento popular. Su mayor momento de gloria histórica -la revolución francesa- fue una algarada, así que de tanto en tanto sus generaciones aburridas, demasiado ricas y ociosas como para tener verdaderos problemas, se levantan, hacen barricadas, incendian, rompen, se divierten. 

Mayo del 68 fue algo así, aunque entonces la causa era buena. Buscaban la arena de las playas bajo los adoquines, la imaginación al poder, soñar lo imposible, eran románticos. 

Pero que nadie se llame a engaño: los chalecos amarillos se parecen más a una noche de cristales rotos que a mayo del 68. Juegan con la ambigüedad, claro, pero no nos engañan. Son un movimiento dirigido por lobis populistas y neofascistas para desestabilizar Europa. 

Ya se sabe: la calle es sagrada para las democracias europeas. Cualquier cosa que parezca una reivindicación popular es sagrada. Máxime para los franceses, que como decía al principio extraen su máximo sentido histórico de lo revolucionario, y quieren cada cierto tiempo revivir el gusanillo de aquello. 

Pero no es lo mismo. No. No es ni siquiera parecido. 

Macron intenta sanear una economía en franco naufragio, que puede arrastrar en su hundimiento a todo el continente europeo. Para ello necesita fondos, claro. El estado del bienestar es un pozo sin fondo. Lo que o sabíamos es que además es un pozo magnético. 

¿Quiénes son los chalecos amarillos? Profesionales del jaleo, alborotadores natos, liantes, interesados en el caos. Francia no debería dudar en contenerlos, con la misma contundencia que haría si fueran magrebíes de las banlieues, o haría EE.UU. si fueran negros de los guetos. En estos casos, a la «gente de bien» le parecería bien la contundencia, pero ocurre que ahora la gente de bien no se da cuenta de que esta toma de la calle por grupos indocumentados y violentos sin ninguna reivindicación específica más allá del desorden es una amenaza mucho mayor: viene de dentro. 

 

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