Recién llegado de ver la nueva de Woody, «Wonder Wheel», que a efectos de esta crónica me permitiré traducir como «La Rueda de la Fortuna», en lugar de «La Noria», que sería su traducción más simple y literal.

Es, una vez más, una obra maestra, la de alguien que muchos siglos después de que tú y yo, amig@ lect@r, seamos polvo, humo, sombra, nada, será recordado y estudiado aún, como Homero o Virgilio hoy, por ejemplo.

De hecho, «Wonder Wheel» contiene numerosas referencias a la literartura clásica, y a la tragedia griega; la primera de ellas encarnada en el propio narrador de la historia, un vigilante de playa con aspiraciones literarias que lee a Esquilo, Sófocles y similares.

Lo primero -y quizás lo más superficial- de lo que llama la atención en la peli es la absoluta excelencia en la iluminación y escenografía. Woody no es, hasta ahora, especialmente célebre por su cuidado estético de luces y decorados, pero algo ha debido pasar en esta ocasión, ya que la luz, la fotografía y el cuidado de los fondos de escena son en Wonder Wheel sencillamente excepcionales. Algo hay de intención en todo esto, sin duda, pues las luces van cambiando, y las tonalidades, al igual que las norias giran, y las ruedas de la fortuna. Al fin y al cabo, la historia transcurre en una feria, Coney Island, mezcla de parque de atracciones y escenario de amores veraniegos.

Lo segundo -y esto me ha gustado especialmente- es que la sala (Yelmo Ideal, Madrid) estaba llena. No es una sala muy grande, pero estaba llena. Este dato no sería muy relevante si no fuera porque estos días son los mismos en los que la marea mediática de la postverdad está intentando cobrarse la cabeza de Woody sobre la base de unas acusaciones descartadas hace 25 años por quienes las valoraron en su momento, y desmentidas incluso por el hermano mayor de la acusante, Dylan Farrow, que asegura haber presenciado como su madre, Mia, adoctrinó durante años a Dylan para hacerla creer que realmente había ocurrido algo maligno e inconfesable en una buhardilla familiar.

El hecho de que la sala estuviera llena (cuando reservé las entradas estaba vacía), como digo, me ha gustado, y me ha devuelto una confianza casi ya dudosa en mis prójimos contemporáneos. En mis delirios, imaginaba ser el único espectador de una función interrumpida por un comando de Femen con las tetas al aire, pero nada de esto ocurrió. Éramos unas cincuenta personas viendo la peli, con total normalidad, y os aseguro que en los momentos esenciales de la proyección el silencio revelador de atención era mucho más hondo del habitual. «Wonder Wheel» tiene momentos de altísima tensión emocional.

Woody comenzó su carrera como cómico, gracioso. «Wonder Wheel», a pesar de que solicita sonrisas sugeridas por la habitual banda sonora ragtime, no tiene ninguna gracia cómica. Es, pura y simplemente, una tragedia. Incluso, una tragedia griega, subrayada esta condición por la escena final en la que Kate Winslet pretende vestirse con disfraz de heroína para encubrir una historia que es, simplemente, una puta mentira. Una trágica, siniestra y tristísima mentira.

Tengo dicho, también, que si yo fuera juez y ante mí llegaran Dylan Farrow y Woody Allen -siendo yo un juez de estos de los tiempos medievales, un sabio, vaya- y cada cual me contara su historia (ella: «él me tocó cuando tenía siete años», y él: «no es verdad»), dictaría sentencia de inocencia a favor de Woody, y no sólo por falta de pruebas, sino por una razón más honda: no es posible producir una obra ( y me refiero a la de toda su vida) tan intensa, magnífica y significativa como la de Woody desde la mentira.

Curiosamente, éste es también el eje central de «Wonder Wheel». El hijo de Ginny (Kate Winslet) quema hogueras y es pirómano precoz porque quiere destruír mentiras. Su madre miente. Mintió a su primer marido, engañándole con un actor de reparto, y miente a su segunda pareja, Humpty, acostándose con el guardacostas en busca de un sueño (legítimo, eso sí) para recuperar una vida de actriz, una carrera, ser alguien.

Por si hiciera falta volverlo a decir, ésta es la mayor grandeza de los guiones de Woody: su complejidad. Nadie es es blanco / negro, bueno / malo. Todo el mundo tiene sus razones, sus motivos y pasiones. Y viendo «Wonder Wheel» esto queda clarísimo.

Pero sí hay un bien y un mal. Como decía el otro gran jew de la cultura contemporánea, Bob, «you gotta serve somebody».

La construcción de la trama narrativa de «Wonder Wheel» es sencilamente magnífica. Esto no debería sorprendernos, a estas alturas. Cabe quizás preguntarse si un Coppola hubiera sido capaz de dar al desenlace una intensidad mayor, o si Paul Verhoeven, Clint Eastwood o Sam Raimi hubieran sido capaces de reconducir las escenas finales a un apocalipsis más intenso, seguramente necesario y merecido.

Pero, aún sin este desenlace hipercatártico, «Wonder Wheel» es una bofetada magnífica a la postverdad general, incluída aquélla que posibilita que alguien ponga en duda su propia integridad moral.

No digo más: ir a verla.

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