La postverdad es un estado de opinión pública y personal caracterizado por la adhesión emocional e incondicional a causas y dogmas de diverso tipo; un fanatismo más o menos civilizado. Es resultado de una tormenta perfecta que ha combinado los factores creadores de opinión de forma nueva e imprevista.

Por una parte, las redes sociales han exacerbado la vanidad individual hasta el punto de hacernos creer que cada uno de nosotros es un pequeño líder en potencia. Acostumbrados a opinar públicamente sólo cada 4 años en una urna secreta, de repente ahora podemos publicar a los cuatro vientos nuestras ideas y y recibir además compensaciones afectivas por ello -likes, retuits…

Por otra, los medios de comunicación, arrojados a una arena de competición colectiva, multilateral y digital, publican a menudo cualquier cosa con tal de aumentar su número de clicks, y por tanto sus ingresos publicitarios.  Ellos saben mejor que nadie formular los titulares para excitar las emociones que desencadenan el click. Y la indignación es una de las más rentables.

Sobran motivos: desigualdades, injusticias, afrentas y causas de de todo tipo despiertan en nosotros un deseo irreprimible de dar cancha a nuestra pequeña parcela de liderazgo social para sumarnos a ellas y luchar por un mundo mejor. Los medios obtienen clicks, la gente likes, y todos felices.

Como es bien sabido, toda causa necesita un enemigo. Desde mucho antes de que el online y las redes cocieran el potaje de la postverdad, la historia recoge trágicos episodios de destrucción colectiva entre bandos enfrentados. Nos resulta mucho más fácil culpar a otro de nuestros males qué indagar o admitir nuestra propia responsabilidad.

El holocausto judío es quizás el caso más extremo de esta inercia psicosocial, que está también en el origen de muchos de los enfrentamientos más atenuados, pero bien polarizados,  de hoy: los mexicanos para los votantes de Trump, Bruselas para los del brexit, o el estado español para muchos catalanes son los opresores-enemigos-culpables respectivos. Este es, precisamente, el tercer ingrediente necesario de la postverdad: la conveniencia de tener enemigos a quienes culpar de nuestras desgracias.

Creo y temo que el género -masculino / femenino- va camino de convertirse en un nuevo territorio de batalla postverdadera. Los medios saben que titulares como «Sé que Dani y Karra cobraron más del doble que yo» harán buenos cientos de miles de clicks y serán ampliamente compartidos. La noticia da por hecho que Clara Lago merecía cobrar lo mismo, y que si no lo hizo fue por su condición de mujer. Pero nadie pregunta si Berto Romero (o cualquier otro actor del reparto) cobró también menos que Dani y Karra, o que la propia Clara, por ejemplo. Y si lo hubiera hecho, nadie pensaría que fue por ser hombre, sino por tener menor caché, o simplemente menor peso en la producción. A lo que voy: de su entrevista, en la que dice muchas cosas interesantes, el diario destaca la que tiene capacidad de despertar la indignación del género femenino, el supuesto agravio comparativo.

Termino resumiendo la definición de postverdad: adhesión emocional inquebrantable a una convicción difundida por medios de comunicación y compartida por personas (generalmente bienintencionadas) en redes sociales, en la que un colectivo se presenta como culpable y causante de los males de otro.

Pensad un poco en estas líneas la próxima vez que leáis titulares «de género», ¿ok?

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