El verano de 2017 ha sido andaluz: un recorrido por la sierra norte de Sevilla (Parque Natural de Sierra Morena), otro por la Serranía de Ronda y el Parque de Grazalema, y una tercera etapa en costas de Cádiz (Zahara, Roche, Cádiz, El Puerto).

Aunque estaba planeado desde hacía meses, la verdad es que tras la ola de calor de junio en Madrid (nunca antes había vivido 40 grados en junio en Madrid, y llevo ya 56 vividos) me dió miedo meterme en pleno agosto en el interior de Andalucía, pero no cancelamos los planes; simplemente añadimos al equipaje (viajaríamos en coche con más de 160.000 kms.) una neverita portátil siempre llena de bebidas frescas, un par de paraguas con protección solar 50, y dos ventiladores de mano con depósito de agua. Más que nada, le temíamos a la avería en ruta; a 42 grados sin sombra la espera de dos horas a una grúa puede ser un mal trago si no estás bien equipado.

Campos-Andalucía

Pero el tiempo fue benévolo entre el 9 y el 26 de agosto, fechas del viaje. El calor justo que uno espera de esta tierra, igual que uno espera dulce lluvia en Galicia o auroras boreales en Islandia, claro.

El título de este artículo parafrasea uno de los eslóganes publicitarios de Andalucía: «Andalucía te quiere». En mi caso, Andalucía me cura. Me resulta terapéutica. Me fui de viaje con problemas de sueño y una punzada en el costado derecho -nada diferente a los males de Abraracúrcix en «El escudo arverno». Y he vuelto durmiendo ocho horas de tirón y con el lateral apaciguado. Cierto es que tengo aún otros achaques, por lo que no descarto trasladarme a vivir una temporadita más larga a Málaga o Nerja, donde seguro que a los cinco meses estaría como nuevo.

Hamacas y Olivares

Lo primero que llama la atención es lo limpios, completos, blancos y animados que están los pueblos de Andalucía -al menos los que yo recorrí en esta ocasión. El despoblamiento rural es una tragedia en territorios como Aragón o Castilla y León; municipios de un patrimonio e historia impresionantes muestran hoy un trazado o crecimiento heterogéneo, que ha desdibujado su traza original, cuando no el derrumbe de casas y fincas en sus centros, o el simple y solitario abandono. Pero pueblos como Cazalla de la Sierra, Almadén, El Real de la Jara, Constantina, Setenil, Zahara de la Sierra, Grazalema, Ubrique, y tantos otros, se nos muestran en las distancias larga, media y corta como recién salidos del sueño de su creador: blancos de cal, recién pintados, perfectamente distribuídos, sin una edificación (salvo la iglesia, claro) que despunte sobre las demás, compactos, redondos, perfectos. Pero no sólo eso: bullen de vida. Circulan por sus calles madres con niños, jóvenes con novias, abuelos con nietos, niñas con perritos, parejas enfadadas, grupos de gamberros… ¡ea, lo que viene siendo gente!

Setenil

La gentrificación no ha llegado a estos pueblos de Andalucía. De toda la ruta que hemos hecho, y que incluye además de los mencionados a sitios como Roche, el Puerto de Santa María o Málaga, sólo es quizás en esta última en la que hemos visto algo de esta masificación simplona que parece desbordar en los últimos meses a las ciudades europeas de mayor atractivo turístico. Claro, porque en Málaga han apostado en parte por el turismo de cruceros, y esto significa que dos o tres veces al día atraca un gigante en el puerto, abre sus compuertas y desahoga a varios centenares de turistones directamente desde su bodega a la calle Larios. Aún así, la magia y la fuerza de Málaga es tal que los absorbe, embauca y engulle en sus callejuelas de manera que cuando regresan al barco, con una biznaga en la mano, son un poco más felices, y la ciudad un poco más rica. Pero habrá que tener cuidado, eso sí.

Lo que decía: el turismo en estas zonas de Andalucía sigue siendo habitable. Se ven muchas parejas de franceses, ingleses, alemanes… viajando solos, viviendo su propia experiencia, pero (salvo en Ronda y Málaga) no hay ni mucho menos masificación. Hay, como diría mi primo Joaquín, la gente que tiene que haber: ni más, ni menos. La justa para que haya alegría, pero también sitio en los restaurantes y terrazas siempre que no despiertes de la siesta demasiado tarde, claro.

Playa de Zahara

Y lo de los niños en las vacaciones es algo importante, también. La playa de Atlanterra, en Zahara de los Atunes, es uno de esos lugares donde puede verse sin dificultad uno de los espectáculos naturales más fascinantes: el primer encuentro de un ser humano con el mar. Poco hay que andar por sus varios kilómetros de extensión para encontrar a un padre que lleva de la mano a un enano a trompicones, que duda entre la risa y el llanto cuando por primera vez la ola traviesa llega a sus pies, y siente el frío repentino. Normalmente, la primera reacción es la sonrisa; y si es el llanto, la segunda. No hay niño o niña a quien no fascine el mar, siempre y cuando papá o mamá no se alejen mucho. Una vez perdido el miedo al tacto del agua marina, llega el momento de construír castillos. En esto los padres se aplican con más intensidad que los propios niños, seguramente porque la tarea les transporta mentalmente muchos años atrás, y para bien. Es tal el poder de ese transporte mental, que cuando uno pasa al lado del grupo constructor siente parte de su alma gravitando también hacia el momento remoto en que era una de las congregadas alrededor de las murallas de arena, el foso protector y las torres que una ola -porque en el Atlántico hay mareas- tarde o temprano derribará.

Ola

En Cazalla de la Sierra nos alojamos en La Posada del Moro, y cenamos en Agustina, un pequeño restaurante de plaza con nivel gastronómico de mucha altura. Subimos a la ermita de Nuestra Señora del Monte. Visitamos su Cartuja, una de las cuatro de Andalucía, hoy alojamiento rural. En la sierra de Ronda nos alojamos tres noches en el Cortijo Salinas, y el silencio era tan hondo, tan hondo, que si tirabas una piedra al agua por la noche el eco duraba hasta el amanecer. Cenábamos en Al Lago, en Zahara de la Sierra, y en Setenil de las Bodegas nos tomamos un solomillo de retinto capaz de hacer supermán a cualquier mindundi. Vaya pueblo, Setenil, por cierto, de construcción y accesos inverosímiles. En el cortijo nos entretuvimos viendo «La cena de las salamanquesas», un show bastante más entretenido que la media de los que dan por la tele. Por cierto, en los diecisiete días con sus diecisiete noches que duró el viaje no encendimos ni una sola vez la tele, y no por nada, sin darnos cuenta, es que para qué. Teniendo libros y tabletas… no se echa de menos, al contrario, sobra. Y lo dice alguien que ha trabajado más de veinte años en redacciones de teles. Y luego Cádiz, la luminosa, y el Puerto de Santa María,  y unos baños inolvidables en el Molino de la Nava, almazara de Montoro reconvertida en alojamiento rural.

Cadiz desde la Catedral

Baño a baño, espeto a espeto, sangría a sangría, siesta a siesta y noche a noche mi hígado se fue recomponiendo y mi sueño reforzándose. Andalucía te cura. ¡Quién pudiera vivir allí siempre! Claro que también echaría de menos mi Madrid, mi Arturo Soria, mi Retiro, mi M-30, mi Chamberí…

Además de las fotos ocasionales que ilustran este artículo, aquí os dejo cuatro álbumes de Flickr producto de las vacaciones: uno por etapa y otro de propina dedicado a la vegetación.

Parque Natural de Sierra Morena

Sierra de Grazalema

Cádiz y costa de Zahara

Vegetación Andaluza

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2 Responses to #AndalucíaTeCura

  1. Fernando Lujan. dice:

    Muy bueno Alberto Goytre. Ojalá un podamos con mi compañera Violissa visitar España. También tengo mis achaques.
    Abrazo desde Argentina.

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