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Se cumplen en 2015 cien años de la escritura de «La Metamorfosis», de Kafka, narración breve que en muchos cánones y listados aparece como una de las mejores de todos los tiempos. Lo es, sin duda. Para celebrar el aniversario, la editorial Astiberri ha editado un bonito volumen ilustrado por Paco Roca, y que además contiene otros cuentos igualmente impresionantes, como «Chacales y árabes», «En la colonia penitenciaria» o «Un artista del hambre». Personalmente tengo predilección paralela por tres de las obras largas del buen Franz, «El Castillo», «El Proceso» y «América».

Releer a Kafka es una experiencia muy grata. Resiste el paso de los años con una solidez y brillantez abrumadoras. Hace poco he publicado aquí mismo una breve reseña de la recientemente publicada y aún no leída novela de Javier Marías, «Así empieza lo malo». Ahí está, en la mesilla del salón, con el marcador por la página 20 o así. En cambio, ha sido leer de nuevo la primera página de «La Metamorfosis» (y eso que sabía cómo acababa…) y no poder parar hasta el final.

Un tipo se despierta una mañana convertido en escarabajo. Su máxima preocupación es cómo van a interpretar en el trabajo su ausencia o su retraso, porque también maquina, mientras mira moverse sus nuevas patitas de bicho, si le dará tiempo a coger el tren de las ocho. Desde ese momento hasta su solitaria muerte al amanecer algunos meses más tarde se suceden diversas escenas en las que lo insólito y lo rutinario libran un formidable pulso literario. Uno podría pensar que la inexplicable transformación de un ser humano en coleóptero de tamaño proporcional es algo lo suficientemente maravilloso como para poner patas arriba toda la vida de una familia, una ciudad, un país, el mundo. Sin duda, si Gregor Samsa se reencarnara hoy, su suerte sería muy diferente. En lugar de esconderlo vergonzosamente bajo el canapé, sus familiares encontrarían pronto el medio de rentabilizar la situación. Las televisiones harían cola para entrar en directo desde la habitación; los padres visitarían centenares de platós; la hermana quizás -cumplida la mayoría de edad- posaría desnuda o participaría en un reality con bichos diversos. Ocurriría algo parecido a lo que Woody Allen narra en «Zelig». Gregor sería considerado un fenómeno, una maravilla de la naturaleza. Se harían cuestaciones en Change.org para recaudar fondos dedicados a su investigación; surgirían grupos en redes sociales de Orgullo Coleóptero; Samsa no sería considerado abominable, sino simplemente diferente, y ya se sabe que la diferencia es buena.

Claro que la sociedad del espectáculo necesita constantemente nuevos shows, así que en poco tiempo Gregor sería relegado a un segundo plano, sustituído en la atención mediática por algún torero con cuernos o un terrible accidente nuclear. Los escarabajos no viven mucho tiempo, así que en definitiva Gregor Samsa moriría igual que hace 100 años, solo y desnutrido, aunque probablemente en una habitación más lujosa y colorida, comprada con los fondos provenientes de la bonanza y el estrellato.

Cada sociedad, cada momento, tiene sus rutinas, y la suma de ellas constituye la fuerza más formidable sobre la tierra. Igual que una gota de agua no es ná pero un sunami arrasa países enteros, una pequeña costumbre es insignificante, pero la unión de millones de ellas en lo que venimos llamando «la sociedad», o «el sistema», es más fuerte que ninguna otra cosa. Todo lo absorbe, todo lo sepulta, todo lo neutraliza. Hay, sí, personas excepcionales en la Historia, capaces de reorientar las convenciones del momento hacia nuevos arquetipos, pero uno tiene la sensación de que estas personas son más catalizadores que creadores. Son gentes que levantan la voz. Uno de ellos, Jesucristo, fue capaz de hacer pensar a la humanidad que el amor al prójimo es un valor en sí mismo, y que es preferible ser bueno a ser malvado, idea que en la clase dirigente de la Roma de Augusto provocó no pocas carcajadas. Quince siglos después, Maquiavelo escribiría para la familia banquera y papel de los Medicis, aquéllo de «es mejor ser temido que ser amado». En fin, la Historia aún no ha concluído, es lo bonito que tiene.

Corta la respiración la leyenda de que Kafka pidió a sus amigos en el lecho de muerte que quemaran toda su obra escrita. Uno de ellos, Max Brod, desobedeció, y traicionó la última voluntad. Gracias a ese gesto la historia de la literatura cambió para siempre. ¿Cuántas obras de calidad similar a la de Kafka se habrán perdido para siempre, destruídas en muchos casos por sus propios autores, o simplemente olvidadas en desvanes y trasteros condenados al reciclaje? Es imposible saberlo, claro.

Claro que ahora, con esto del online, el que es autor inédito es porque quiere. Ahora por lo visto lo difícil es borrar el rastro, morir en las redes, desaparecer verdaderamente de la memoria de la humanidad. «Un artista del olvido», podría ser también el título de un cuento de K escrito estos días.

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