Cada cierto tiempo -especialmente coincidiendo con épocas de alegría- me vuelve al recuerdo la peli de «Paris, Texas», de Wim Wenders (1984, Palma de Oro en Cannes).

Esta peli comienza con el hallazgo en medio del desierto de un sombrío y hundido Harry Dean Stanton: taciturno, silencioso, parece recién devuelto por una nave alienígena o recuperado de un agujero negro.

Su hermano, y la mujer de éste, avisados por la policía, le recogen y llevan a su casa. Él habla muy poco.

En casa del hermano está acogido el hijo del desaparecido, un chaval de cinco o seis años que al volver a ver a su padre parece ver también, tras él, la sombra de episodios tremendos, densos y dolorosos. Pero limpios, atención: el chaval parece haber formado parte de la misma expedición temeraria y selvática que terminó con su padre desaparecido durante dos años, y ahora rescatado. Ambos se tantean, se acercan, se reconocen, y en los siguientes minutos de peli recuperan sin dificultad su relación cómplice, su cariño de padre e hijo. Todo parece volver encajar, poco a poco, y sea lo que sea lo que pasó la familia se recompone bajo la complacida mirada de los cuñados, custodios del chiquillo durante la ausencia inexplicada del padre.

Una noche, tras la cena, el hermano saca unas viejas películas de Super 8 y las proyecta, con ese aire de novedad que, en 1984, todavía tenía eso de ver videos familiares. En la pantalla de colores raídos y sonido mudo reconocemos entonces al padre y al hijo, tres o cuatro años más jóvenes ambos, jugando en un jardín, felices y divertidos como solo las viejas películas saben hacer parecer. Y por primera vez la vemos a ella.

La madre está en el grupo, está con ellos, juega, ríe, se revuelca con todos. Interpretada nada más y nada menos que por Nastasia Kinsky, su sonrisa inunda la pantalla del Super 8 y por extensión la sala de cine toda.

Cuando termina la proyección familiar, la mirada y el gesto de Harry Dean Stanton son de tan honda tristeza que prácticamente atruenan al espectador.

¿Qué ha ocurrido, dónde está ella?

El padre consigue localizar un recibo bancario de giros que ella envía para el hijo desde Austin puntualmente cada mes. Siguiendo esta pista, se dirige a la sucursal desde donde salen las transferencias, acompañado por el crío, y montan guardia durante horas, con walkitalkis, turnándose para dormir. Hasta que ella aparece.

Wim Wenders tiene el buen gusto y la inteligencia de no mostrarla entonces sino desde lejos, borrosa, tal y como la ven padre e hijo desde el coche. Ella sube a otro; la siguen.

Aparca en el exterior de un local suburbial de porno americano, uno de esos de cabinas donde los hombres se masturban mientras ellas, al otro lado de un cristal espejo, se desnudan, bailan, se acarician. Cliente y proveedora también pueden mantener contacto telefónico, como los presos en las cárceles con sus visitas, pero sólo él la ve a ella, a través del lado bueno del cristal.

Él se apaña para localizar la cabina donde ella se exhibe. Literalmente paralizado por la visión, es incapaz de articular palabra en el auricular del teléfono. Ella, por acabar pronto, comienza a ejecutar su ritual, y hace el primer movimiento de esa maniuobra fascinante en equis con el que las mujeres se desprenden del jersey. Entonces él articula la primera palabra por el teléfono carcelario: ¡no!

Ella se extraña. El silencio es tan denso y las escasas palabras tan definitivas que ella comprende, al poco, que al otro lado del espejo está el padre de su hijo. Mantienen un breve diálogo, creo recordar, que concluye con la entrega del niño a la madre y el regreso del padre a casa de su hermano.

Hasta aquí, más o menos, la sinopsis de «Paris, Texas». Quienes habéis visto la peli no la necesitábais, ya sé. Pero por si acaso.

A lo que iba: ¿qué tremendo episodio, qué vertiginosa sucesión de desencuentros y tragedias han tenido lugar entre las secuencias de felicidad vistas en el Super 8 y el hallazgo del padre, dos o tres años después, en mitad del desierto de Texas?

No lo sabremos nunca. La «precuela» (película que reconstruye los acontecimientos anteriores a otra ya emitida) de «Paris, Texas» es imposible, afortunadamente.

Es imposible porque el arte es imaginación, y la fuerza de esta enorme película reside precisamente en dejarnos asomar al abismo de una relación feliz, trágica e intensísima pero no contarnos qué ni cómo quebró la felicidad para producir el desastre (aminorado por la entrega del chaval a la madre).

No hay culpables, ni siquiera insinuados. Cada cual que imagine su precuela. Esto es, exactamente, el arte: la capacidad de sugerir.

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