Mandalay tiene un nombre atractivo; no cabe duda. Por lo pronto, uno de los hoteles más significativos de Las Vegas se llama así. Teniendo en cuenta que los demás se llaman Venecia, París o Luxor, el dato predispone a favor de la ciudad. Pero ¿qué puede tener que ver una capital perdida del norte de Birmania con el lujo, el juego, el sexo y el espectáculo? Nos lo preguntamos al llegar a Mandalay, y recorrer la hora y pico larga desde el aeropuerto al hotel -en el centro mismo de la ciudad. Atravesamos barriadas hiperpobladas; nos cruzamos con cientos de motocicletas (no las hay en Rangún), bicis, todo tipo de transportes pintorescos. Hay bulla, desde luego. La del extrarradio se va transformando poco a poco en jaleo comercial mientras las edificaciones se van haciendo más altas y comienzan a mostrar en sus fachadas anuncios saturados de colorines que ofrecen electrodomésticos, zapatos, cremas cosméticas, gafas de sol…

Nos preguntamos por qué hemos incluído esta ciudad en el viaje. Estábamos tan bien en Bagán… Pero en fin, aquí estamos así que habrá que sacarle partido. Por lo pronto, el hotel es magnífico: Hill Resort. Está situado entre los dos elementos claves de la ciudad: la gran explanada donde un día se alojó el Palacio Imperial y la colina donde viven centenares, quizás miles, de monjes en monasterios diseminados por las faldas pobladas de vegetación. Más allá, hacia el oeste, como siempre, el Río Irawady, majestuoso y anchísimo.

Desde el hotel ya comprendemos mejor la ciudad. Impresiona la explandada del Palacio Imperial. Es un cuadrado más de tres kilómetros de lado, con las murallas y el foso intactos. El foso, aún con agua, rodea todo el perímetro de las murallas, y más que foso es un canal de unos cuarenta metros de ancho, donde se podrían organizar magníficas regatas. ¿Y dentro de las murallas? Nada. Los japoneses lo arrasaron todo en la segunda guerra. Redujeron a cenizas el palacio y todas sus dependencias a base de bombardeos. Y es una verdadera lástima, pues si Mandalay fue la capital del Imperio Birmano durante algunos siglos, el palacio debió ser majestuoso. Dentro de las murallas, hoy, sólo hay cuarteles. Los militares se han adueñado del espacio y no se puede visitar nada. Lástima.

Desde la colina, donde se sube para contemplar el atardecer, impresiona aún más la magnitud del perímetro amurallado y el foso concéntrico. La vista es majestuosa: arrozales hasta donde distingue la vista por el este; el Irawady y las montañas en el oeste; la ciudad, al sur, y más llanura y montañas en el norte.

Monjes por todas partes. Silenciosos en sus túnicas naranjas, de uno en uno o tres en tres; contribuyen a dar al lugar la magia de otro tiempo que le conviene.

Esta noche hay discoteca, nos dicen en el hotel. Vaya discoteca. Luces apocalípticas y música a un volumen que si Buda levantara la cabeza… Imposible quedarse en la disco. Al otro lado de la calle, un complejo de ocio con actuaciones musicales. Un grupo en directo canta rock birmano. Es en Mandalay donde los jóvenes se divierten; es lo más parecido a una ciudad moderna que tiene Birmania, pues Rangún / Yangón es demasiado vieja dama decadente, demasiado lluviosa y seria.  

En Mandalay visitamos templos con increíbles relieves labrados en madera; complejos religiosos con cientos de piedras esculpidas con enseñanzas de Buda; una mole parecida a la torre de Babel que nos dicen estaba llamada a ser la pagoda más grande del mundo y se quedó en los primeros sesenta metros; impresiona, desde luego. Asistimos a la hora de la comida de los monjes, que disciplinada y silenciosamente toman el arroz, la sopa y los plátanos que se les reparten en su única comida del día, antes de las 12h. Visitamos una isla polvorienta que nos aseguran que fue también capital del Imperio, y en la que sólo quedan un par de templos de madera de teca breada con alquitrán, donde un viejo monje enseña pacientemente geografía y el alfabeto a algunos niños que corretean entre los restos del naufragio histórico…

Visitamos también una fábrica de pan de oro. Los currantes producen láminas ligerísimas a partir de lingotes de 24 kilates, y a base de series de martillazos que duran días. El pan de oro se utiliza para recubrir algunas figuras de Buda en los templos de mayor culto.

Mandalay agobia un poco; se tarda bastante en llegar a todas partes; y uno se va con la impresión de no haber hecho nada más que arañar el cascarón de la historia de la ciudad. Nosotros estuvimos dos días. En el vídeo se recogen algunas fotos y secuencias de las visitas.

 

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